HISTORIA DE JAVIER

MEMORIA DE SALVADOR DALI
El Director de Atención Ciudadana del Ministerio Fiscal de la Ciudad de Valles, es un ser humano como cualquiera. Canta, ríe, llora, se enoja, a veces duerme y en otras ocasiones, casi se muere; pero ahí sigue, dando la lucha todos los días, sabe desde hace años, que todos los días de su vida experimentaría su propio Yihad, es decir, su propia “guerra santa” y por eso insiste en seguir luchando, en robarle a la vida, cada suspiro, cada segundo, cada instante. Haber si un día de estos, logra alcanzar la felicidad y morirse para siempre.
Antes de que estuviera en ese escritorio, de aquella oficina pública, siendo tolerante de las constantes llamadas telefónicas y del sin fin del número de ciudadanos quejosos y quejumbrosos, abogados liosos y uno que otro enfermo mental, emocional y espiritual que clama justicia en la Ciudad de la Modernidad; Javier, nuestro personaje anónimo, soñaba con algún día ser maestro de la Universidad Nacional, para impartir cátedra de jurisprudencia y también, suspiraba, imaginándose como un magistrado de la época romana, con su toga y su porte de alto funcionario, se imaginaba en las plazas públicas de su época contemporánea, pero como si fueran las calles de las viejas ciudades griegas y romanas, ahí frente al popul, Javier soñaba ser en un jurisconsulto e impartir clases a los futuros juristas y guardianes de la justicia; se imaginaba recitando las acciones civiles reales y personales, y también proclamado los principios de la cosa pública, así como la dogmatica del crimen; suspiraba y ansiaba servir con esmero y patriotismo algún día a su pueblo y estar frente al Senado de la Republica, para proclamar un discurso cierto, critico, contundente, además de patriótico y justo.
Pero eso era un sueño, un simple y vil sueño; porque su vida, fue tan real a lo que imagino, que no supo y sigue sin saber, si eso fue lo que alguna vez soñó, o quizás esté viviendo una pesadilla lenta de la que no pueda salir. A lo mejor quizás, se le salió de sus manos, el guión de su última tragedia.
Ahora sentado en su escritorio, lleno de fojas, promociones y expedientes; Javier es esclavo de la computadora que lo ata casi todo el día, en el asienta la entrada y salida de los asuntos, sabe que no hay mejor memoria que la base de datos de una computadora, que no hay mejor cambio social que modernice las estructuras y organizaciones sociales, que la tecnología del tercer milenio. De que sirvió estudiar la inveterata consuetudo opinio seu neccesitatis, el ius civile y la res publicae, de que sirvió ser el admirador de Planiol y Ripert, de tener el espíritu romántico y revolucionario de Rousseau y hasta de un Marx o de un Emiliano Zapata cualquiera, ahora en el fondo, sentado sobre su escritorio, acompañado siempre de un asistente que es o fue algún día su alumno en la universidad, se encuentra dictando las ordenes que sus subalternos deberán cumplir al pie de la letra, quizás le digan “no sabe”, “es un desorganizado”, “es buena gente”, “le falta carácter”; otros en cambio, se atreverán a difamarlo para decirle: “corrupto” o “vividor del sistema”, “burócrata” (dicho esto a manera de grosería); pero lo cierto es, que digan lo que digan, nadie quitara de su pose y de sus sueños, al buen Javier.
Dicen y rumoran todos, que Javier, el Director de Atención Ciudadana, es también un buen maestro, por eso quizás le dicen “maestro”, no saben si por el grado académico que obtuviera de la Universidad Nacional, o porque su personalidad, sea como la de un humilde profesor o porque cuando habla, parece que grita. El distinguido profesor, que en nada parece ser funcionario, menos aun, el magistrado romano que alguna vez imagino ser, es simplemente un humilde peatón, que recorre el ferrocarril suburbano para trasladarse de su pequeña y humilde casa, hasta la aldea universitaria donde imparte cátedra y posteriormente, partir de ahí, para llegar a su modesta oficina del Ministerio Fiscal.
Observa y después suspira, siga sentado en su escritorio y es testigo, del absurdo jurídico. Ser el encargado de abatir la corrupción y no hacer nada para que desaparezca tal germen. Ser el magistrado que alguna vez soñó ser, pero no salir a la plaza pública para refutar a los enemigos de la republica; ser el hombre culto e idealista que se imaginaba pronunciar un discurso en la plaza pública, para terminar redactando oficios, circulares, acuerdos, para estampar una y más de cien veces al día, su rúbrica y firma, sin asentar en él, el sello imperial que alguna vez soñó estampar. Legitimando los actos de un estado que pretende ser justo, pero que realmente es injusto.
Esa es la vida de Javier, el catedrático de la universidad, que trata de innovar u buscar la forma, para que sus alumnos dejen de ser menos piedras y se conviertan en humanos; olviden la roca y la cerveza, por la que muchos de sus compatriotas mueren en la guerra civil de su patria; para que cada uno de ellos haga conciencia de su propia existencia, de su insoportable responsabilidad de ser quienes realmente no deberían ser;  ese es Javier, parado frente a las aulas de la Universidad, quizás victima de la incomprensión, de la crueldad de los jóvenes, de los imbéciles y mas imbéciles pseudoestudiantes, que aglutinan ya en las ciudades consumistas, esclavas de la posmodernidad, súbditas de su majestad las marcas comerciales.
Convencido de su rutina, un día Javier sale y comienza a gritar en la plaza, en el tren suburbano, en la oficina y en las aulas de la universidad, dice todo lo que escucha, lo que calle y siente; grita una y mil veces, pero nadie lo entiende, nadie le observa y lo toca, entonces Javier se queda callado, porque también se cansa de tanto luchar y tiene que regresar a su oficina, a sentarse en su escritorio, esclava de la computadora, entre folios y fojas, expedientes y quejosos, tiene que seguir trabajando para construir un mejor país.
“¿Por qué diablos, tengo que acordar este capricho ciudadano?, ¿No será mejor hacer avioncitos de papel, con su escritos de demanda?; ¿Decirle a la Magistrada: “Dominus  emancípeme y hágame el hombre libre que soy”. Javier ríe por no hacerlo. Nada puede hacer, son las estructuras sociales de las que tanto hablo Weber, es la pirámide de Parsons, son los problemas de comunicación de Luhmann, es simplemente la sombra de la caverna de la que refería Platón; es el mundo aristotélico, tan lineal y racional, que no permite  nadie ver, los momentos discontinuos, en que el Universo se mueve, en el momento en que los objetos caen a un centro universal, en que la materia se vuelve energía y la energía materia, volando a una velocidad inimaginable, que nadie, absolutamente nadie puede percibir, ni sentir. Simplemente es vivir con los ideales de Hobbes y Rousseau, pero con la práctica de Maquiavelo y Freidman, en una dimensión que no alcanza entender, ni a Newton, ni a Einstein, ni a Salvador Dalí.
Entonces Javier llega a su casa, como todas las noches, lo espera su familia. Su esposa y su hijo. Prende la nueva televisión y en él se entretiene. Piensa entonces: “Tengo que ser papa, maestro y jefe; ser amante, amigo y hermano; ser hijo, súbdito y esclavo; Tengo que dar clases a mis alumnos y sentarme en ese escritorio para dictar las ordenes y acordar los mandatos de la Magistrada; tengo que ser humano para comer, dormir, suspirar; tener que dar un gasto y cumplir la obligación de vivir felizmente, para soñar lo que ahora soy”.
Y se queda Javier frente a la computadora, escribiendo, simplemente escribiendo … como queriendo inmortalizar el instante de saberse tranquilo y muy feliz.






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